Por: Clara Stella Juliao Vargas, Directora Centro de Transformación Social
El barrio Minuto de Dios no surgió de un plan urbanístico tradicional ni de una expansión comercial: nació de una urgencia ética. En plena Bogotá de mediados del siglo XX, cuando la ciudad crecía, el padre Rafael García Herreros decidió que no bastaba con predicar el Evangelio. La palabra debía hacerse acción. Y la acción, ladrillo. Así, durante los años 50, comenzó a levantar un barrio para los pobres, con ellos y con el apoyo de que estuvieran dispuestos a apoyarlo.
El barrio Minuto de Dios no surgió de un plan urbanístico tradicional ni de una expansión comercial: nació de una urgencia ética. En plena Bogotá de mediados del siglo XX, cuando la ciudad crecía, el padre Rafael García Herreros decidió que no bastaba con predicar el Evangelio. La palabra debía hacerse acción. Y la acción, ladrillo. Así, durante los años 50, comenzó a levantar un barrio para los pobres, con ellos y con el apoyo de que estuvieran dispuestos a apoyarlo.
La idea era radical para su tiempo: ofrecer vivienda digna, acceso a la educación, servicios de salud, cultura y, al centro de todo, un espacio de espiritualidad. Pero no una espiritualidad abstracta, sino una que se tejiera con la vida cotidiana, con el trabajo comunitario y la esperanza concreta de que la pobreza no era destino sino condición transformable.
Desde sus orígenes, ha sido más que calles y viviendas: ha sido comunidad, fe activa, y una forma concreta de creer que la dignidad es posible. Esta es la historia de cómo un barrio nació a la sombra de un templo, vivió al ritmo de su campana, y ahora, ante su reconstrucción, vuelve a preguntarse por su identidad, su fuerza y su futuro.
El templo fue una de las primeras construcciones. Se alzó con aportes de los fieles, con manos voluntarias, con fe y con urgencia. Más que un edificio, era una declaración: aquí, en medio de la escasez, también hay lugar para lo sagrado. Y lo sagrado, en el Minuto de Dios, no estaba separado de la justicia social. La celebración eucarística convivía con la organización y trabajo comunitario para la autoconstrucción de las casas.
El barrio creció alrededor del templo como una semilla protegida por su cáscara. Las calles se llenaron de vida, de vecinos organizados, de proyectos, pero también del compromiso.
La palabra “comunidad” no era un concepto, sino una práctica diaria. Como diría Néstor García Canclini (1995), el espacio urbano no es solo un territorio físico, sino un lugar simbólico donde se cruzan memorias, relaciones y proyectos. En el Minuto de Dios, esa dimensión simbólica se tejía a la sombra del templo. Durante más de seis décadas, el templo del Minuto de Dios no fue solamente un lugar de culto. Fue el centro de gravedad emocional, espiritual y social del barrio. En sus bancas se sentaron generaciones enteras, unidas por la fe, pero también por la necesidad de compartir la vida comunitaria.
Muchos habitantes del barrio recuerdan cómo, en los años más duros, el templo era el único lugar donde se respiraba un poco de consuelo. Las homilías del padre García Herreros —claras, firmes, a veces incómodas— no solo hablaban de Dios, sino del hambre, de la injusticia, del deber de no permanecer indiferentes. Su mensaje retumbaba más allá de los muros: el que tiene más, debe dar más; el que cree, debe actuar. Como explica el padre Rafael
Todos los sábados los matrimonios se reúnen en la Iglesia de la Comunidad; se dan anuncios y avisos sobre aspectos esenciales como el colegio, seguro comunitario, etc. Enseguida una conferencia de 10 a 15 minutos sobre un tema de utilidad para la familia como Educación de los hijos, cuidados médicos generales, higiene mental, Desarrollo Social y comunitario, Relaciones Humanas, etc. La reunión termina con el ofrecimiento de a Santa Misa (García Herreros, R. 1970, p. 133).
Con el tiempo, el templo se volvió símbolo de pertenencia. Las personas decían “soy del Minuto de Dios” con la certeza de saber de qué estaban hablando: no de una dirección en el mapa, sino de una forma de vivir. Y ese vivir tenía, como latido central, la presencia constante del templo.
Cuando el templo del Minuto de Dios debió ser demolido, pocos lo creyeron al principio. ¿Cómo podía caer lo que parecía eterno? Pero los informes estructurales eran claros: el templo ya no ofrecía seguridad. Había que derribarlo. No había otra opción. Para muchos habitantes fue como ver caer una parte de sí mismos. El derribo no fue solo físico: fue emocional. El vacío quedó no solo en el lote, sino también en la vida cotidiana: “El templo estaba ahí desde que tengo memoria. Mis papás se casaron allí. Yo me bauticé, hice la primera comunión… y luego llevé a mis hijos.
Así que, en ese momento, no solo se desmoronó una estructura de concreto, ladrillos y cristales: se abrió una grieta en el corazón simbólico del barrio. Durante décadas, ese templo fue mucho más que un edificio religioso: era el lugar de encuentro, de bautizos, primeras comuniones, matrimonios y últimos adioses, el refugio de quienes buscaban consuelo, guía o simplemente un momento de paz espiritual.
Para algunos, fue como perder un pedazo de infancia; para otros, el cierre de un ciclo que no se alcanza a comprender del todo. Sin embargo, entre los escombros también germinó algo poderoso: la memoria compartida, el deseo de reconstruir no solo el templo, sino todo lo que representó.
Sin embargo, la pérdida activó la memoria colectiva. Circularon fotos antiguas, recuerdos, anécdotas. Los relatos emergieron como si el templo siguiera hablándonos desde sus ruinas. Cada historia era un ladrillo invisible, una forma de sostenerlo todavía, aunque ya no estuviera. Quedó claro que el templo no solo era importante por lo que albergaba, sino por lo que representaba, pues estaba hecho también de vínculos, de rituales compartidos, de promesas y silencios. Y que lo esencial —la fe vivida, la comunidad tejida— no se derrumba con el concreto.
Hoy hay una promesa en construcción. El lote vacío se ha transformado en terreno de esperanza. Las vigas que se alzan, las columnas recién fundidas, los altos muros diseñados, los espacios propuestos, no son solo parte de una nueva obra arquitectónica: son señales de que la comunidad barrial de la mano con la Organización Minuto de Dios puede reconstruir su historia sin olvidar sus raíces.
La reconstrucción no es solo física. Es también un ejercicio profundo de memoria, de apropiación simbólica y de transformación. El nuevo templo no es una réplica del anterior, y eso está muy bien. Porque tampoco la comunidad es la misma. Hay nuevas generaciones, nuevas preguntas, nuevas formas de vivir lo espiritual. Pero el espíritu fundacional permanece: ese que combina oración con justicia, eucaristía con compromiso, fe con acción.
Hay un deseo claro: que el nuevo templo no borre el pasado, sino que lo honre y lo haga dialogar con el presente. Porque, su verdadero cimiento nunca fue de cemento: fue y seguirá siendo la comunidad que lo sostiene, lo recuerda y lo disfruta en todo sentido.
Esa forma de hacer comunidad —de caminar juntos, de construir entre todos— sigue viva hoy en la reconstrucción del templo y sobre todo en la reconstrucción del corazón de su comunidad. La participación comunitaria ha tejido confianza, ha despertado el sentido de pertenencia, ha hecho que las personas se reconozcan como parte activa del proceso. Hay quienes pueden aportan su tiempo, acompañar con oración, quienes pueden dar ideas sobre cómo integrar la memoria del viejo templo en los nuevos muros. Todos, desde distintos lugares, pueden reconstruir algo más que un edificio: pueden reafirmar su identidad colectiva.
En el Minuto de Dios, reconstruir el templo no es volver al pasado: es proyectar hacia el futuro la misma certeza que dio origen al barrio. Que la dignidad se construye en comunidad. Que la fe se vive con los pies en la tierra. Y que ninguna estructura —ni siquiera la más sagrada— puede sostenerse sin las manos, los sueños y la voz de su gente. Sus muros, espacios y aulas y los diversos escenarios que a su alrededor se generen, retomaran temas esenciales para la comunidad y toda la población que lo visite, como se hizo en sus inicios.
El nuevo templo, como en sus orígenes, sigue respondiendo al llamado fundacional del padre Rafael García Herreros al enseñarnos que hacer el bien no debe ser un proyecto, sino una obligación diaria. Esta ética de la acción es la que convirtió la espiritualidad del Minuto de Dios en un motor de transformación concreta, y hoy sigue vigente en cada decisión participativa que moldea su reconstrucción.”
Fuentes:
García Canclini, N. (1995). Consumidores y ciudadanos. Conflictos multiculturales de la globalización. México: Grijalbo.
García Herreros, R (1970) Iglesia y liberación: el desarrollo y el progreso a la luz de la fe cristiana. Ediciones paulinas.
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