Por: Emisora Minuto de Dios

Pentecostés, un Fuego que sigue ardiendo en medio de cantos, danzas, oración y comunidad viva. Celebramos esta fiesta como una experiencia real y transformadora; un encuentro con el Espíritu Santo que encendió nuevamente el corazón del pueblo de Dios.

Desde los primeros gestos sencillos, hasta la sonrisa serena de dos mujeres unidas en oración, el Rosario en sus manos y la mirada luminosa de quienes esperan en fe hasta el estallido de alabanza y danza litúrgica, convirtieron cada rincón en un altar viviente, el Espíritu se movió con fuerza, ternura y poder.

Los predicadores, al centro de muchas personas, con rostro encendido por la fe, nos recordaron a los apóstoles transformados por el Fuego del cielo. Sus palabras, su testimonio y su entrega, nos guiaron como una llama que no se apaga, mientras el pueblo con manos alzadas, entradas firmes y corazones abiertos, decía “sí” al llamado del Espíritu.

Las velas, aún sin encender, eran promesas, y cuando ardieron, ardieron también las almas. Las llamas, los colores intensos, los gestos de adoración, la música vibrante, todo hablaba de una Iglesia viva, alegre, en comunión y en misión.

En cada canto, danza, flor y mirada elevada al cielo, se hizo presente aquel mismo Fuego que descendió sobre María y los discípulos. La liturgia nos abrazó con solemnidad y gozo, y el altar se transformó en el puente entre el Cielo y la tierra. Allí, el Pan y el Vino, elevados con manos temblorosas y corazón rendido, se convirtieron en el Cuerpo vivo de Cristo, mientras el pueblo respondía con fe firme y silenciosa adoración.

Pentecostés no es historia pasada, es Fuego presente y permanente. Es memoria viva, un legado que camina con nosotros, es danza que proclama, es Palabra que consuela y enciende. Es el Espíritu que sigue descendiendo sobre su Iglesia, transformándola en cuerpo unido, en familia misionera, en altar de esperanza.

Hoy más que nunca, el Espíritu Santo sigue ardiendo en los corazones dispuestos. Nos llama, nos envía, nos transforma; y como en aquel primer Pentecostés, salimos con alegría a anunciar que Cristo está vivo, que el Fuego no se ha apagado, que la Iglesia canta, ora, danza y se entrega, porque el Paráclito sigue soplando donde quiere, y nos ha tocado el alma.

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