Descubramos el mundo donde tenemos que ser Iglesia.

El mundo contemporáneo experimenta a gran escala una acelerada cultura del cambio, los avances de la ciencia, la tecnología y los nuevos modelos de sociedad, afloran distintas realidades que suponen un reto para las estructuras actuales, desde el núcleo familiar hasta el aparataje organizacional de los Estados, teniendo en cuenta sus dimensiones políticas, económicas y sociales.

Hablar de cambio implica centrar la mirada en lo propio de la persona humana, detenerse en aquello que configura su antropología y lo abre al mundo de las posibilidades y de las relaciones, es entrar en el “caldo de cultivo” que permite su desarrollo y su mayor expresión en los distintos niveles de su multidimensionalidad, es tocar el corazón de su naturaleza que lo hace ser contingente y variable. Por tanto, hablar de cambio es hablar del hombre de ayer, de hoy y de mañana.

Sin embargo, el hombre que se encuentra habituado ontológicamente al cambio se enfrenta a un nuevo paradigma histórico, como lo afirma en su libro “Las edades de la globalización”, Jeffrey Sachs, economista y profesor norteamericano, “vivimos una aceleración del cambio” considerado este como una categoría propia de la innovación, en donde su aceleración exponencial, ha agilizado los procesos, cimentando así, una nueva era o época que obliga a descubrir dónde el ser humano debe ser.

Este “aceleramiento del cambio” ha tocado las puertas de la Iglesia, obligándola a preguntarse sobre sí misma y sobre el mundo: Iglesia, ¿Qué dices de ti misma y qué le dices al mundo de hoy? La institución eclesial no puede ser ajena a este fenómeno histórico que pone entre la espada y la pared a todas las estructuras sociales.

Esta situación posibilitó un importante acontecimiento mundial, el gran Concilio Ecuménico Vaticano II (1962 – 1965), que promovió un cambio o renovación en la vida de la Iglesia, con el fin de asumir el anuncio del evangelio en coherencia con las exigencias actuales; cada vez se tomaba conciencia de la brecha que existía entre la Iglesia y el mundo contemporáneo. El Papa San Juan XXIII (1881 – 1963) convocó el Concilio, convencido de que la Iglesia debía adaptar su predicación, su organización y sus métodos de pastoral a un mundo que se había transformado profundamente[1].

El sentimiento de cambio era evidente en todos los sentidos, incluso, aunque Juan XXIII no logró concluirlo, su predecesor, el Papa San Pablo VI, cuando se clausuró el Concilio, el 7 de diciembre de 1965, dijo lo siguiente: «Quizá nunca como durante este Concilio se había sentido la Iglesia tan impulsada a acercarse a la humanidad que le rodea, para comprenderla, servirla y evangelizarla en sus mismas rápidas transformaciones… En el rostro de cada ser humano, sobre todo si se ha hecho transparente por sus lágrimas y dolores, podemos y debemos reconocer el rostro de Cristo«[2]

El impulso renovador del concilio llegó a las tierras Latinoamericanas, siendo el mismo Pablo VI quien denunciara la resistencia de algunos sectores al inminente cambio, por eso el 24 de noviembre de 1965, reunió a la directiva y equipos del CELAM, y a todos los obispos latinoamericanos que participaban en el Concilio, y se lamentó por «quienes permanecen cerrados al soplo renovador de los tiempos, y se muestran faltos de sensibilidad humana y de una visión crítica de los problemas que se agitan a su alrededor… La súplica dolorosa de tantos que viven en condiciones indignas de seres humanos no puede dejar de afectarnos, venerables hermanos, y no pueden dejarnos inactivos«[3]

Ciertamente, el cambio no es posible si antes no se asume un verdadero encuentro personal con Cristo, quien todo lo hace nuevo, sin embargo, no se puede quedar únicamente en el plano personal, sino que el encuentro se traduce en salida misionera, en acción pastoral concreta de comunicación del evangelio y testimonio de entrega y donación.

La V Conferencia General del Consejo del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, realizada en Aparecida, Brasil, centra la mirada en este impulso renovador, sin dejar a un lado los esfuerzos de las asambleas anteriores, desde Medellín (1968) hasta Santo Domingo (1992). El Papa Benedicto XVI, en su discurso inaugural, en referencia a los pueblos de Latinoamérica, afirma: “La fe ha de afrontar serios retos, pues está en juego el desarrollo armónico de la sociedad y la identidad católica de sus pueblos”.

El gran llamado a los bautizados a “ser discípulos y misioneros de Jesucristo” renovando y revitalizando la novedad del evangelio arraigada en la historia, que es garante y testigo de los profundos cambios que atraviesa la humanidad en el tiempo, esperando una respuesta asertiva de los hijos de Dios que son Luz y Sal de la tierra. Esto implica evidentemente una auténtica conversión que no se reduce sólo a lo personal, sino que trasciende a lo pastoral, es decir, a la capacidad de estar dispuestos a dejar que la Palabra inunde el sentir y el actuar; y a nivel eclesial, disponerse a dejar que el Espíritu Santo lleve por donde Él considere conveniente, aunque eso signifique desprenderse de modelos a los que se está acostumbrado.

Conversión pastoral

La renovación del Concilio Vaticano II ha permeado a la Iglesia y Aparecida lo recuerda para los pueblos de Latinoamérica, teniendo de referencia el mandato de Cristo en el evangelio “Vayan y hagan discípulos a todos los pueblos” (Mt 28, 19) El documento conclusivo de esta importante conferencia para la vida de la Iglesia lo enfatiza en su numeral 365:

Esta firme decisión misionera debe impregnar todas las estructuras eclesiales y todos los planes pastorales de diócesis, parroquias, comunidades religiosas, movimientos y de cualquier institución de la Iglesia. Ninguna comunidad debe excusarse de entrar decididamente, con todas sus fuerzas, en los procesos constantes de renovación misionera, y de abandonar las estructuras caducas que ya no favorezcan la transmisión de la fe.”

Aparecida insiste que la Conversión Pastoral no se reduce a un cambio de planes sino a una actitud constante de escucha y discernimiento “lo que el Espíritu está diciendo a las Iglesias (Ap 2, 29) a través de los signos de los tiempos en los que Dios se manifiesta[4] . Esta apertura de escucha no puede prescindir del contexto histórico de los miembros de la Iglesia y los contextos socioculturales bien concretos. La renovación no es cambio de planes, es verdadera toma de conciencia de la vida espiritual, pastoral e institucional, solo así se puede ser coherente con el anuncio del evangelio y un mundo que “gime con dolores de parto” (Rm 8,22).

Se puede resumir la conversión pastoral por medio de las siguientes actitudes: apertura, diálogo, corresponsabilidad, participación, testimonio y comunión. Si las dinámicas pastorales no están atravesadas por estas disposiciones se corre el riesgo de una pastoral con los ojos vendados a la realidad de la gente, lo que significa una ruptura con la instauración del Reino de Dios que se hace efectivo para la salvación de la humanidad en su tiempo, entre el vaivén de los nuevos y permanentes desafíos.

Una Iglesia en salida.

Evidentemente siempre se ha hablado de misión, en unas épocas más que otras, sin embargo, con el Papa Francisco, la misión va acompañada de un sentido transformador de la Iglesia y sus estructuras, lo que marca el camino de conversión que se debe recorrer, es decir, no se trata solamente de llevar el evangelio a quienes no lo conocen o poco saben de él, sino que es la ocasión urgente y prioritaria de hacer una renovación y transformación en la Iglesia:

Sueño con una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que para su autopreservación (EG 27).

La “salida misionera” como lo llama el Papa, es la posibilidad de relación, es la vía de construcción fraterna que hace de la misión una “cultura del encuentro” entre los actores de misión y sus destinatarios, desde el paradigma del anuncio kerigmático hasta la transformación de la realidad a condiciones más humanas para la realización de un mundo mejor. Estar en salida es la mayor vivencia de encuentro con Jesús y con el otro, lo que es un verdadero imperativo para todo bautizado.

Es el momento del discernimiento, la Iglesia debe pasar por el cernidor sus criterios y pensamientos, su quehacer y actuar, con el fin de descubrir cómo ser Mater et magistra hoy, pero, ante todo, cómo dejar que la Palabra y la fuerza renovadora del Divino Espíritu muestre el camino a seguir, las renuncias y adhesiones que se deben realizar y cómo Cristo es la fuente y culmen de todo proceso eclesial:

Cada cristiano y cada comunidad discernirá cuál es el camino que el Señor le pide, pero todos somos invitados a aceptar este llamado: salir de la propia comunidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio (EG 20).

Si el creyente no asume un verdadero cambio de mentalidad, una renovación del corazón, y la auténtica armonía de la vida interior, es más difícil responder a los desafíos, porque sin la conversión personal, no se puede dar a Cristo a los demás, como dice la sabiduría popular “Nadie da lo que no tiene” y si no se tiene a Jesús todos los planes quedan vacíos y estériles.

La conversión pastoral parte de la conversión personal, pues solo un corazón encendido de amor por el Señor es capaz de amar a los demás, de salir al encuentro de las realidades cambiantes, del que sufre nuevos dolores y de los rostros marginados donde Cristo está dos veces.

Finalmente, ahora corresponde a cada institución (CJM – Provincias) aterrizar los procesos de renovación y transformación, partiendo del corazón, es momento de posibilitar el cambio, un cambio acompañado del equilibrio y el diálogo con la bondad de la historia y una visión de conjunto, solo así se podrá responder a un mundo multipolar que exige una gobernanza multilateral (interprovincialidad) que permita unir esfuerzos para responder a los retos permanentes del discípulo de hoy. Se necesita un nuevo paradigma pastoral en donde “Nadie se quede sin servir”

La discusión queda abierta, porque no basta la conversión personal y pastoral, se debe seguir avanzando hacia una conversión sinodal, en donde realmente se pueda decir: “Para la misión, juntos”.

 

Maynor Chavarría Reyes

Nicaragüense

Candidato Eudista MD

[1] Morello, G. El concilio Vaticano II y su impacto en América Latina. A 40 años de un cambio en los paradigmas del catolicismo.

[2] Pablo VI, Alocución en la clausura del Concilio Vaticano II, en: Concilio Vaticano II, Madrid, BAC, 1966, 490-493

[3] Pablo VI, Exhortación Apostólica al Episcopado de América Latina en Roma, en op. cit., 851-862

[4] V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe. Aparecida: CELAM, 2007. No. 366